domingo, 28 de febrero de 2010

Tierra.

Me cuesta creer que existe la suerte. No es tal vez sólo la razón de esto mi propia dependencia, sino que no tengo métodos para cambiarla. Me quedé sin salida, estancada. Buscar no basta, piso baldosas que parecen firmes, me apoyo y bailan. Me desaliento y tiembla mi cuerpo cansado de la esperanza. Se me van las ganas de intentarlo otra vez, respiro hondo y sigo. En mi lista no cuenta intentar, porque segura estoy de mi derrota. Ya no hay nada que pueda cambiar, y me duele un poco el pechito. Poco a poco se vuelve rutina, y ahora no tengo de qué preocuparme. Le veo la cara día a día, hoy no me asusta. Dije “nunca más”, sin embargo, en mi grisácea materia abundan las contradicciones y las volteretas. Ahora los “nunca” se convierten en “siempre”. “Siempre más”, lo saludo con buena cara, y por detrás escupo su espalda. “Buen día tristeza” le digo, y le escupo la espalda. Se ríe de mí y nos reímos juntos de mi hipocresía, los dos sabemos que nada va a cambiar. Y así de pesimista me veo en el espejo, entre vaivenes de palidez, ojerosa y desarreglada voy viviendo una vida que me desagrada. Me pregunto el sentido de todo esto, y me contesto a mi misma con otra pregunta. Así de triste se ve todo. Nada de psicólogos: pienso en ir a un oculista. Todo lo que veo es gris. Hasta que caigo en mi locura pasa un tiempo, el tiempo que vivo entre las nubes saludando a Marte y regalando caricias a la Luna. Ese tiempo es feliz porque no existe la lógica. Ese tiempo es feliz porque ni las nubes, Marte o la Luna me dicen qué pensar, me hice amiga de ellos. A veces me molesta que me manden de nuevo acá abajo, porque la Tierra no me quiere. Piso suelo y pienso en la suerte. Me cuesta creer que existe la suerte. Y ahora me dan ganas de pensar en la soledad. La mala de la tristeza me agarra de la mano y no me deja jugar con los demás, me dice que no tiene tiempo para ellos, que ahora se trata de ella. No me puedo oponer, sin embargo, no parece que le caiga bien.

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