miércoles, 4 de marzo de 2009

¿Para qué?

¿Para qué seguir sufriendo? ¿Para qué sacrificarnos, seguir caminando? ¿Para qué volver a intentar e intentar algo que creemos inalcanzable? Mucha gente nos habla de nunca rendirnos, de perseverar, de seguir adelante, pero las fuerzas, ¿de dónde se sacan? Todo el tiempo nos preguntamos por qué al fin de cuentas tenemos que seguir, si el mundo no va a parar sólo para ver nuestro progreso. Algunas personas han logrado lograr sus sueños, muchas otras se han caído, y tal vez a mucha gente las esperanzas se les fueron y se resignaron. Pero, ¿está bien resignarse? Nadie nunca va a poder dividir lo que está bien de lo que está mal, porque todos tenemos nuestro propio juicio. Ahora bien, si nadie puede decirnos qué es lo que está mal, ¿por qué todo el mundo insiste con nunca bajar los brazos?

Es fácil; las personas solemos sentirnos plenos cuando tenemos la constancia de haber hecho algo, de haber cambiado algo, de haber ayudado a alguien, o solamente del simple hecho de alcanzar nuestros objetivos. Eso nos reconforta, nos hace sentir bien. Pero cuando algo nos cuesta mucho, y el fruto de lo que queremos hacer no es sólo para nuestro beneficio, cuando las cosas dependen de nuestro esfuerzo, de la confianza en uno y las muchas otras cosas necesarias para llevar a cabo algo, en ese preciso momento de la carrera, nos planteamos ¿para qué? ¿por qué tengo que seguir?

No se aplica nada más que a algún objetivo en particular, sino a la vida en sí. A todos nos tocan momentos difíciles, a pesar de que cuando los vivimos, nos creemos los únicos desdichados en todo el mundo. Todos más temprano, o más tarde nos encontramos con obstáculos, y siempre vuelve la misma pregunta, porque es humano cansarnos, y es humano errar, pero también es humano luchar y no resignarse. ¿Por qué? Porque somos así, y sin retos o desafíos la vida se vuelve rutinaria, aburrida y triste.